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martes, 4 de febrero de 2014

(Pause)

La pequeña Sibyl va estar unos días sin escribir debido a problemas de carácter personal, disculpad las molestias, espero volver pronto.

lunes, 27 de enero de 2014

Autosatisfacción

Tuve suerte. En un par de días encontré trabajo en casa de una mujer mayor, viuda, que me ofreció alojamiento y comida a cambio de que realizara las tareas del hogar.
Vivía en una ostentosa mansión victoriana, muy grande para ella sola, y aunque podía permitirse contratar todos los mayordomos y sirvientes que quisiera, prefería la soledad, así que le bastaba con una sola criada, y yo tuve la suerte de aparecer por allí cuando acababa de echar a la anterior.
No tarde en comenzar a sentirme cómoda allí. Algunas noches a la señora le apetecía conversar, y me hablaba de los lugares a los que había viajado, de los libros que había leído… y a mí me encantaba escucharla, y trataba de seguir la conversación.  Prestaba atención e intentaba retener el máximo de lo que me explicaba. Me gustaba la sensación de aprender, sentir mi cabeza llenarse de cosas, mi mente alimentándose de sabias palabras… Además, yo siempre había tenido muy buena memoria, en mí permanecían grabados a fuego todos los diálogos de los dramas shakesperianos que interpreté, así como cada expresión de Dorian o los consejos de mi madre y mi hermano.
Me deleitaba también a veces, en mi tiempo libre, contemplando las estanterías repletas de libros i admirando los cuadros que vestían las paredes.
Incluso en mi humilde habitación de sirvienta había auténticas obras de arte, aunque, sin duda, lo que más me entretenía era el espejo que había junto a mi armario.
Era bastante grande, me podía ver reflejada de la cabeza a los pies sin problema, y era de estilo barroco, con un marco de oro grueso y ornamentado.
Por las mañanas, me despertaba un poco antes para poder dedicar cierto tiempo a mirarme, y antes de ir a dormir le consagraba también un buen rato. Me vestía y desvestía frente a él, siempre con calma, observándome, imaginando la tentación que mi cuerpo podía llegar a resultar para los hombres, viéndome poderosa en cierto modo.
Aunque el comerciante de telas me había hecho sentir intelectualmente insignificante, había nacido en mí después esa sensación tan gratificante que te posee al comprobar que incluso el más listo y fuerte de los hombres se rinde y queda indefenso ante el placer.
Una noche, me disponía a acostarme, cuando me acordé de él.
Mirándome fijamente, me junté los pechos con fuerza, recordando el enorme miembro que había ahogado entre ellos.  La fina tela del camisón transparentaba ligeramente, y podía ver la silueta de mis grandes pezones, que comenzaban a ponerse duros y marcarse, y una sombra triangular entre las piernas, que notaba más húmeda y caliente a medida que revivía mentalmente lo que había hecho en aquel carruaje.
Deslicé las manos por mi contorno, por mi cintura, por mis caderas, por mi pubis y por mis glúteos donde me detuve para agarrarlos firmemente.
Algo asustada a la par que excitada ante aquella nueva imagen de mí misma, corrí a la cama a esconderme entre las sabanas para no verme así.
Cerré los ojos con fuerza e intenté dormir, pero en mi cabeza seguían apareciendo sin tregua los recuerdos de aquel día, y además, parecían estar mezclándose con escenas de qué más podría haber pasado.
Al imaginarme accediendo a llevarme a la boca su pene y saboreándolo con pasión notaba como si el corazón se hubiera trasladado a mi entrepierna y toda la sangre fluyera hacia allí. Lo sentía latir reclamando atención, y no pude evitar apartar la ropa y colocar ahí mi mano izquierda, primero haciendo presión sobre la carne como si pretendiera hacerme con el calor que desprendía y después acariciando más lentamente el vello púbico y la piel para tranquilizarla.
Ya no me suponía un esfuerzo mantener los párpados cerrados sino que me resultaba más natural y hacía que las fantasías fueran más fáciles de proyectar en la oscuridad y se hicieran más vívidas.
Pensé en lo que me hubiera gustado atreverme a degustar su falo, a pasar mi lengua por él repetidas veces y después abrir bien la boca e introducirlo hasta lo más profundo de mi garganta, y esa idea aumentó mi excitación, provocando que mis dedos se deslizaran por entre mis labios mayores primero y rozando los menores, que prácticamente ardían, después. Era una zona extraña, resbaladiza y que estaba más mojada y caliente conforme te empezabas a adentrar en ella.
Imaginé que me sentaba encima de él y ponía su sexo entre el mío, para que sintiera ese intenso fuego húmedo que mis dedos palpaban, y que empezaba a mover las caderas para deleitarme con aquella sensación, y mi cuerpo comenzó a realizar movimientos sinuosos, ondulantes, que se ampliaron al hallar ese pedacito de terminaciones nerviosas con forma de guisante conocido como clítoris.
Lo sujeté entre mis dedos índice y corazón y comencé a moverlos, primero poco a poco, temerosa, pero acelerando luego, progresivamente.
Visualicé con precisión cada detalle de su órgano; el vivo color de su glande, el vaivén de su piel, cada vena a punto de estallar…y comencé a temblar, como si convulsionara levemente, mientras algo acrecentaba sin que yo pudiera remediarlo el frenesí con el que se movía mi mano.
Vi su semen salir y comenzar a resbalar por mis muslos y toda mi musculatura se tensó mientras profería un grito mudo por el que parecía que se me escapara algo proveniente de lo más hondo de mis entrañas.
Permanecí unos instantes completamente rígida, como si me estiraran desde los dedos de los pies hasta la cabeza.
Una mano se aferraba a mi entrepierna y la otra arrugaba las sabanas. Tenía los ojos y la boca abiertos de par en par, y por mi frente y mis mejillas aún rojas resbalaban unas cuantas gotas de sudor. Tenía el cabello alborotado, esparcido por la almohada, con algunos mechones tapándome un poco la cara.

Poco a poco, fui relajando mi cuerpo de nuevo, y, sin retirar la mano de mi sexo, me dejé arrastrar por el sueño, feliz de haber encontrado esa forma de placer con la que decidí que me deleitaría cada noche antes de dormir.


lunes, 20 de enero de 2014

Primer contacto

―Hola guapa.
Me giré y alcé la mirada. Era un hombre alto, que debía medir mínimo 1,90m y aunque no era especialmente agraciado, poseía cierto encanto. Lucía un elegante traje negro ya que, como supe después, era un hombre de clase alta, culto y poseedor de una cierta fortuna. Puesto que yo había quedado atrapada en sus ojos verdes y no era capaz de mediar palabra, prosiguió:
―¿Cómo te llamas?
Respondí, todavía intimidada, y comenzamos a hablar a la par que paseábamos por las grises calles de la ciudad.
Descubrí que era un hombre de mundo, se dedicaba al comercio de telas, así que pese a tener únicamente veinticuatro años, había viajado incluso a otros continentes. Yo, tan solo cuatro primaveras menor, jamás había salido de la isla, aunque había soñado con ello infinidad de veces. Él se burló. Comenzamos a discutir, ya que yo siempre había sido la más inteligente y culta del suburbio en el que me había criado, y no soportaba que él me tratara como a alguien inferior. Sin embargo, no fui capaz de seguir su ritmo, y a cada palabra que decía sentía que me iba haciendo pequeña e insignificante.
Él se regocijaba mientras a mí me hervía la sangre de pura ira.
―¿Te apetece subir a mi carruaje? ―dijo señalando un amplio carro negro tirado por un caballo del mismo color.
Además de dirigir la conversación, me había ido conduciendo hasta su vehículo sin que yo ni tan siquiera lo sospechara.
El rubor de mis mejillas aumentó, y no por el enfado, sino por cómo sus preciosos ojos se habían clavado en mis pechos mientras mantenía el brazo alzado, invitándome a subir.
―Por supuesto. ―dije sonriendo y alzando la cabeza. Él parecía tan sorprendido como contento de que hubiera funcionado.
Me ayudó a subir delante, con él. Tomó las riendas con sus grandes manos y el caballo comenzó a avanzar.
Me dijo que tenía mucha experiencia en el terreno sexual, y yo le dije que deseaba aprender. Toda mi musculatura se tensaba al oírle alabar mi cuerpo y no podía reprimir una sonrisa de satisfacción. Ahora ya no me sentía tan pequeña.
En aquel momento no parecía ser consciente de que era una locura acceder a ir con un extraño de fuerza claramente muy superior a la mía a un lugar apartado.
 Me sentía tan perdida y ansiaba tanto entregarme al placer, que nada importaba.
Por fin detuvo el carruaje y me ofreció pasar a la parte posterior de este.
Yo me senté, con las rodillas bien juntas y las manos sobre ellas, y le miré esperando que, como caballero curtido en este ámbito que decía ser, supiera guiar con su cuerpo el mío.
Sin embargo, no tardé en descubrir que estaba aun más desorientado que yo, y que, por lo tanto, aunque luego ya tendría más suerte y aprendería, mi iniciación iba a ser algo torpe y carente de erotismo alguno.
Cerrando los ojos con fuerza y echándose hacia delante  bruscamente como quien con miedo se lanza a una piscina, se lanzó a mi boca. Yo traté de dejarme llevar. Acerqué mi cuerpo al suyo, poco a poco. Mientras mi lengua se asomaba a juguetear con la suya, coloqué mi mano derecha sobre su hombro y me fui inclinando hacia él. Mis pechos rozaron el lateral de su torso y noté como su lengua comenzaba a alborotarse. Yo también empezaba a excitarme, así que me arrimé más y presioné mis enormes senos contra sus pectorales, y él me besó el cuello apasionadamente. Al sentir sus labios succionando y humedeciendo mi piel, no fui capaz de retener un leve gemido. Él tomó mi mano en la suya y la puso en su entrepierna. Bajo la tela sentí un buen trozo de carne dura y caliente, y reseguí lentamente su forma alargada con los dedos pulgar e índice rectos. Realicé este movimiento de forma ascendente y descendente aumentando progresivamente la velocidad. Mientras sus labios descendían por mi clavícula, sus manos trataban de desabrochar mi corsé. Puesto que le suponía cierta dificultad, se detuvo un momento, se subió la faja y bajó el pantalón, sacó su pene, colocó mi mano en él, y prosiguió. Yo, asombrada y excitada a partes iguales, agarré aquella ardiente arma de más de 23cm y comencé a subir y bajar su piel. Pude apreciar mejor cada detalle: la fuerza con la que se marcaban algunas venas, lo suave y fina que era la dermis que recubría ese tronco que era más ancho en el centro que en la base y la punta, como destacaba casi independiente el encendido y abundantemente lubricado capullo… Mi cuerpo entero seguía el ritmo, un instinto gobernaba mis caderas y las hacía balancearse sin que yo pudiera controlarlo. Cuando logró liberar mis pechos de aquellas telas, hundió su cabeza en ellos.
―Oh…¡Son enormes! ―dijo emocionado.
 Sentí el calor de sus mejillas en la piel desnuda de mi busto y toda mi musculatura se tensó, hasta el punto de que me costaba masturbarle, ya que mi mano se quedaba parada. Me aturdía esa nueva sensación, se me hacía raro pero tremendamente placentero tener aferrada esa parte saliente de él, ese fuego húmedo inundando mi sexo… Entonces, sin dejar de lamer mi pezón izquierdo, colocó su puño sobre el mío y lo movió con una fuerza y una velocidad tales que temí hacerle daño. Seguí masturbándole un rato, esforzándome por mantener esa intensidad que había marcado, mientras él disfrutaba jugando con mis exuberantes senos, agarrándolos, amasándolos, besándolos, acariciándolos, lamiéndolos, succionándolos, haciéndolos botar…o simplemente contemplándolos con los ojos como platos y la boca entreabierta.
―¡Me encantan! ―apuntó entre jadeos.
Noté cierta torpeza en sus movimientos que supongo que él pensó que al ser una inocente novata no detectaría, mas no dije nada, aguanté la risa mientras seguía tocándole. Llegó un punto en el que me pidió que me arrodillara, y así lo hice. Me coloqué de rodillas, frente a él, posando delicadamente las manos en sus cálidas ingles, y alcé la vista y lo miré, inmóvil, esperando indicaciones. Cogió mis tetas y envolvió en ellas su falo mientras gemía cada vez más. Las apretó y las sacudió levemente. Coloqué yo mis manos en ellas. Él retiró las suyas y me miró, expectante. Comencé a moverlas realizando movimientos circulares, sintiendo como mi carne masajeaba la suya. Me eché hacia delante, logrando que su imponente aparato desapareciera entre la inmensidad de mis mamas. Cuando lo hice emerger de nuevo, mi piel había quedado impregnada del lubricante transparente que segregaba, así que aceleré el ritmo deleitándome haciéndolo resbalar.
―¡Buf! ¡Qué bien lo haces!―suspiró cerrando los ojos alzando la cabeza hacia el techo.
Orgullosa, proseguí.
―Póntela en la boca…
Me miró. Lo miré con expresión de terror. Negué con la cabeza, convencida de que aquello era no sólo demasiado largo sino también excesivamente ancho.
―Vale, tranquila, no pasa nada, sigue.
Y así lo hice, deslizando mis atributos femeninos cada vez con más esmero.
Él revolvía mis cabellos, que tras un rato realizando esta práctica estaban empapados en sudor, y aquello me encendía irremediablemente.
Me dio la impresión de que su pene convulsionaba ligeramente.
―No pares…Ya casi…
Aceleré. Mi respiración comenzaba a entrecortarse, el rubor de mi rostro no podía ir a más y bajo la falda mis caderas se movían efusivamente reclamando atención.
Y entonces sentí que un fluido subía desde la base hasta la punta, y quedé prácticamente cubierta de él.
Un líquido blanco regó mi busto, produciéndome esto tal excitación que no pude reprimir un pequeño grito de placer.
―Increíble…―musitó, gratamente sorprendido.
Yo sonreí tímidamente.

Me entregó un pañuelo para que me limpiara y comenzó a vestirse.


lunes, 13 de enero de 2014

El comienzo

Basil pintó también un retrato mío. Nadie lo sabe, puesto que iba a ser una sorpresa, pero, ya que íbamos a vivir juntos, al artista le pareció una buena idea y un buen regalo de bodas inmortalizarme a mí también, y nunca mejor dicho.
En el cuadro mi rostro parecía el de un ángel, con los ojos brillantes y las mejillas rosadas y, sobretodo, con esa sonrisa de enamorada que jamás se volvería a dibujar en mis labios. Basil me hablaba de Dorian mientras yo posaba, eso iluminaba mi semblante, y él supo plasmar cada detalle de ese encanto especial en la tela.
Cuando mi Príncipe Encantador anuló el compromiso argumentando que yo ya no interpretaba como antes, me desesperé.
Si me había ido distanciando del teatro había sido precisamente por él. Nada me hacía más feliz que poder ser Sibyl Gray. No quería seguir siendo Julieta u Ofelia, ya que para mí el amor era algo bello y que distaba mucho de lo que Shakespeare describía. No creía ya en esas tragedias, en esos amores rodeados de sangre que acababan tan dramáticamente. Me imaginaba que en la realidad la vida transcurría tranquila y que un amor acababa cuando ambos  morían de ancianos en la cama rodeados de sus seres queridos. Eso era lo que él me transmitía, y fue por ello que ya no destacaba en el escenario como cuando él me conoció.
Empalidecí y comencé a temblar y a llorar, suplicándole que reconsiderara sus palabras. Sin embargo, él parecía seguro de lo que decía, su mirada se había tornado tan fría como el hielo y me atrevería a decir que era ya incapaz de sentir nada, ni amor ni compasión ni ningún tipo de remordimiento.
Regresé a casa, corriendo entre las oscuras y estrechas calles de mi barrio para no demorar el sufrimiento ni un instante más de lo necesario, y traté de quitarme la vida.
Primero tomé un cuchillo y acometí contra las finas venas que se transparentaban en mis muñecas. Sentí dolor y escozor como jamás había sentido, y había mucha sangre. Mas, en un rato, las heridas ya habían cicatrizado, i yo seguía allá, anonadada, preguntándome qué pasaba y sin saber cómo reaccionar.
Decidí ponerme a limpiar antes de que llegaran mi madre o mi hermano.
Mientras fregaba el gran charco granate, intentaba buscar otras alternativas. Se me ocurrió que podría probar con arsénico, y si eso no funcionaba, recurriría a la persona más culta que conocía, es decir, a Basil.
Salí a conseguir un frasquito de ácido prúsico y, esa noche, me lo tomé antes de ir a dormir, dejando el recipiente vacío en la mesita, pero ya no estaba tan convencida de querer morir, me movía más la curiosidad que querer acabar con mi vida realmente. La intriga logró que el dolor se difuminara.
A la mañana siguiente, desperté, estaba viva y, extrañada y algo maravillada, una risa algo nerviosa se apoderó de mí.
Me puse un vestido viejo y oscuro y me cubrí el cabello con un pañuelo y me fui, sin hacer ruido, y avancé hacia el estudio del artista procurando no ser reconocida ni llamar la atención.
Aunque aún no era plenamente consciente de ello, una parte de mí ya sabía que no volvería a casa y que era mejor que me dieran por muerta.
―Sé lo que ha pasado Sibyl, lo lamento, yo…―dijo el pintor al abrir la puerta y encontrarse con mi mirada clavada en él.
―No, no lo sabes, no puedes hacerte a la idea querido amigo. Déjame pasar y conversemos. ―espeté yo firmemente.
Mientras él preparaba café yo recorría su morada, inquieta, apreciando la belleza que emanaba aquel caos de bocetos, lápices, pinturas y telas.
Y entonces vi mi retrato.
Parecía el rostro de un cadáver. Mi piel había adquirido una tonalidad casi grisácea, en mis ojos el brillo había desaparecido y parecían estar inyectados en sangre, mi sonrisa parecía tener dificultades para vencer a la gravedad… incluso mis pechos habían perdido el rubor que Basil había plasmado con tanto esmero en el escote.
No hacía falta ser un genio para entender lo que estaba sucediendo.
Imaginando que el autor de la obra no había reparado aun en ello, lo tapé con una tela que encontré y, recuperando mis dotes teatrales, le dije dramáticamente:
―Escúchame bien Basil, he cambiado de opinión. Al ver cómo me pintaste me he sentido tan mal, que ya no deseo hablar de ello ni de nada. Esa ilusión que tú tan bien captaste, ha desaparecido y jamás volveré a sentirla, y eso es muy duro Basil, muy duro. Guarda aquí está imagen, pero así, cubierta por esta tela. Me avergüenzo tanto de lo que llegué a sentir por tan ingrata persona…No vuelvas a mirarlo jamás, por favor te lo pido, mantenlo aquí en la sombra, arrinconado, abandonado, como merece. ¡Prométemelo! Y ahora discúlpame y permíteme que me marche, ya que yo tampoco debo verlo más, ni recordar su existencia, ¡ni tan siquiera estar en la misma habitación que él!
En cuanto le oí decir “Te lo prometo, Sibyl”, me marché, sin necesidad de escuchar ni una palabra más. Sabía que era un hombre de palabra, y que cumpliría incluso algo tan nimio.  
Caminé sin pausa durante varios días y varías noches. Avanzaba como por inercia, sin rumbo fijo, y sin pensar. Hasta que empezó a llover. El agua pareció devolverme de nuevo a la tierra, sentir las gotas sobre mi piel me recordó que era algo más que un alma en pena, así que me detuve y comencé a ser consciente de nuevo de la realidad. El frío atravesaba sin problema las finas telas que cubrían mi cuerpo y calaba mis huesos, y el hambre me roía las entrañas. No tenía dinero, y el único objeto de valor que poseía era un colgante de plata que me regaló Dorian con la "G" de Gray grabada. Aquel colgante que adornaba mi exuberante escote…Entonces rememoré lo que disfrutaba él perdiéndose entre mis pechos…y el placer que eso me hacía sentir a mí. Había renunciado al amor, sabía jamás volvería a sentirlo, mas, ¿por qué renunciar a la pasión? Podía dedicar mi vida, mi eterna vida, a entregarme a la tentación, o, mejor aún, podía ser yo la mayor tentación que muchos llegaran a conocer. La simple idea elevaba mi temperatura corporal, tensaba mi musculatura, aceleraba mi corazón y alteraba mi respiración… Sin embargo…¿Cómo empezar? ¿Cómo una criatura tan inocente podía convertirse en un objeto de deseo?

Y entonces una cálida mano se posó sobre mi hombro.